En estos tiempos de recogimiento que nos obligan a desacelerarnos y confortarnos a nosotros mismos, decidí escribir esta columna a mano para desconectarme de todo dispositivo mientras acompañaba una noche de insomnio. Otro motivo para escribir a mano esta columna es alejarme del vaivén constante en las redes sociales que nos aleja de la experiencia de interiorizar y reaprender a estar con uno mismo. Por ello, reflexionar y sacar lo mejor de uno mismo ante esta pandemia pasa de ser un lugar común a una necesidad fundamental; toda persona debe, hoy más que nunca, procurarse tener un espacio para sí misma. En ese sentido, pintar y hacer arte es, sin duda alguna, un recoveco donde resguardarse y, paradójicamente, es el resultado de hacer lo contrario al confrontarnos con nosotros mismos. Pintar es también en sí mismo un acto de rebeldía en esta época donde tenemos virtualmente acceso a un sinfín de distractores donde el común denominador es entretenerse con el menor esfuerzo intelectual posible. Casi al instante vamos descartando todo aquel contenido que requiera un nivel de concentración ligeramente elevado o que nos plantee la osadía de una simple lectura. Hoy día, leer hasta una cuartilla nos resulta ofensiva por el gran esfuerzo que demandará de nosotros.
Bajo esta perspectiva, la pintura, como tal, nos invita a estar con nosotros mimos. Al ir pintando vamos creando expresiones plásticas en un lienzo o soporte donde antes no había nada y, al hacerlo, vamos observando el trabajo propio. Este es un hecho comparable con el acto de pararse desnudo frente a un espejo y contemplar perplejos lo que no nos gusta de nosotros mismos; cuestionarnos si lo que consideramos nuestras falencias podrán ser disimuladas o aceptadas
En todo caso, al seguir terqueando con la pintura, vamos adentrándonos cada vez más en ese reflejo dando pie a interminables interrogantes ¿Qué nos impulsa a crear algo basado en nuestras emociones?…
En esta espiral sin fondo que es la actividad artística, podemos afirmar que no existe el momento idóneo para pintar sino, por el contrario, el noble hecho de pintar convierte en ideal
a todo momento. De pie frente al bastidor somos invadidos por la tiranía de la pieza misma la cual nos exige encontrar en cada pincelada un gesto de honestidad que pueda transmitir a cabalidad lo que somos como creadores y como personas entregadas a la actividad pictórica.
Pintar para uno mismo es aceptar que el mundo de la pintura está conformado, primero, por el espectador quien es el que decide que pieza de arte seleccionar a través de sus emociones, pensamientos a través de los cuales habrá de ir estableciendo una relación muy personal con la obra de arte de su elección. Debemos, en ese sentido, entender que, como tal, la experiencia artística no conoce límites. La interpretación y el apego que una pieza recibe de cada espectador es única, ya que en este acto el espectador reinterpreta llegando inclusive a rebasar la intención del artista que la ha creado. Esto da pie al nacimiento de un espectador que no se conformará solamente con apreciar el arte sino que, además, sentirá un impulso por tener determinada pieza.
Pintar para uno mismo es saltar al vacío sin importar la crítica o el pensamiento ajeno. Es un primer acto de rebeldía, es saberse solo y enfrentar este hecho con valentía, ya que el proceso creativo es, en esencia, un espacio intimo donde quedarán de manifiestos los propios pensamientos y emociones.
Pintar para uno mismo no solo es una declaración de vida, además es un desacato ante la fútil resistencia de sabernos mortales. En parte, el acto de crear es la promesa de vivir a través de la mirada del otro. Pintar para uno mismo es el paso más difícil para cualquier artista y eso es algo que hoy me arrebata el sueño.